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El primero de abril de 1939 terminó oficialmente la Guerra Civil, cuya victoria militar legitimaba el poder de Francisco Franco. Con él se implantó una dictadura que gobernó España hasta su muerte. Fue un largo período, fundado sobre la violencia y un férreo control social ejercidos por el Estado, que violaba los derechos humanos, imponía la censura cultural e informativa, y relegaba a las mujeres. Sin embargo, el dictador, favorecido por el culto a la personalidad, obtuvo el apoyo social de la Iglesia y de sectores conservadores, y aglutinó las distintas tendencias políticas del franquismo.
Hasta la supresión del estado de guerra en 1948, el franquismo desencadenó una brutal represión contra los vencidos, que le aseguró su posterior sumisión y silencio, tras imponer el terror: fusilamientos, esclavitud, prisión, exilio… Entre 1939 y 1959 se impuso la autarquía. La intervención económica del Estado no pudo evitar la ruina y el hambre. El mercado negro (estraperlo) y el racionamiento de alimentos, vigente hasta 1952, generaron un clima de corrupción y causaron estragos: unas 200.000 defunciones. Hasta 1945 se dio un predominio político falangista o fascista. Derrotados Hitler y Mussolini, Franco sufrió un bloqueo internacional hasta 1959 y se apoyó en el nacional-catolicismo, al tiempo que se atenuaba la autarquía. En estas décadas el franquismo se sustentaba en la coalición contrarrevolucionaria de julio de 1936: falangistas, carlistas, social-católicos, Iglesia, Ejército y las clases medias conservadoras.
El desastre económico se intentó superar con el recurso a la “tecnocracia”: Plan de Estabilización de 1959 y apertura económica al exterior. La emigración a Europa, el desarrollo del turismo y la implantación de multinacionales aceleraron la concentración urbana y un desarrollo económico desigual. La represión bajó de grado, aunque funcionaba plenamente el Tribunal de Orden Público, y el aparato franquista instrumentalizó el desarrollo económico capitalista a modo de escaparate legitimador para ganarse el beneplácito de las nuevas generaciones y de las clases medias apolíticas.
El magnicidio, en 1973, de Carrero Blanco, partidario del continuismo, junto con la creciente oposición antifranquista, sobre todo entre la juventud con estudios, favorecían la apertura de nuevos escenarios. Y más aún tras la muerte del dictador, en 1975.